Tras 12 años viajando por libre por el mundo, cierta predisposición personal a meterme en jaleos y teniendo en cuenta que soy una persona con cierta tendencia “gafe” atrayendo allá donde desgracias y/o situaciones límite gracias a un potente imán que llevo bajo el brazo para ello… podéis imaginar la jugosa colección de anécdotas que el que aquí escribe guarda en su cuaderno de bitácora con cierto escalofrío y que pese a que mis amigos y familiares suelen obligarme a contarlas en todo tipo de eventos y reuniones, he de advertir muy seriamente, que lo que en las próximas líneas vais a leer viene cargadito de escatología, palabras mal sonantes y 0% de contemplaciones ante personas delicadas y tiquismiquis acostumbradas a personas de colegio de pago. El que avisa no es traidor. Luego no me vengáis con que soy un guarro sin consideración o cosas por el estilo.
Viajar nos regala paisajes preciosos, bellas experiencias pero ante todo… anécdotas. Y dada la presión popular de mi entorno para sacar del armario a algunas de ellas… finalmente, he dedido narrar algunas joyas que el mundo de los viajes me ha querido regalar en forma de recuerdos, cuya lista de adjetivos podría ser tan extensa como las risas que con alguna de estas historias podéis llegar a echar. Agarraos a la silla y que Dios nos coja confesados.
El apretón más desafortunado de la historia
Para el siguiente relato evitaré dar nombres propios, país donde sucedió, ni ningún dato que pueda revelar la identidad del protagonista de esta historia para salvaguardar la poca reputación que le pueda quedar, pero bueno, digamos que sucedió en Oriente Medio y mis compañeros de viaje eran Rubén y Antonio donde el primero de ellos, digamos que tras la ingesta de leche, tiene cierta predisposición a dar a luz a auténticos monstruítos debido a su intolerancia. Es 100% verídico que su padre tuvo que hacer obra en casa para agrandar los codos de las tuberías del baño debido a constantes atascos. Alucinante pero cierto. Pues bien, tras 11 días de viaje por carretera con este personaje como compañero de viaje, y mi otro amigo, Antonio, nos hallábamos atravesando una inhóspita, repleta de curvas y desoladora reserva natural sin tráfico ni vegetación, cuando al grito de: «¡quillo, quillo, quillo, para por favó, para aquí mismo que me cago!», tuvimos que arrojarnos a la carretera y echarnos al arcén porque se cagaba literalmente. Fue abrir la puerta, ver a Rubén corriendo montaña arriba con el rollo de papel higiénico en la mano y en apenas 10 segundos, unas 20-25 moscas, sin exagerar, entraron dentro del coche. La zona estaba infestada de moscas. No imagináis cómo se lleno el coche. Parecía la típica película de invasión de abejas pero versión moscas. ¡Qué horror! Al rato, llega Rubén y dice: «quillo, yo no he visto a más moscas encima de una mierda en mi vida. Qué fatiga más grande. Quillo espantoso».
Tras esa valiosa información, continuamos nuestro camino y llegamos a una de las ciudades perdidas de la reserva natural. Una pena que no pueda revelar la ubicación pero digamos que aquello era el culo del mundo, muy bonito, pero el culo del mundo, donde probablemente seríamos los únicos personajes de la zona en varios kilómetros a la redonda. Con más hambre que el Tamagochi de un sordo, nos sentamos en un precioso mirador a almorzar unas latitas Hacendado que traígamos de España, y tras 30 minutitos de goce culinario… Rubén se pone de nuevo de parto. Sí, otra vez. 3-4 pedos dieron el aviso como rayos que cortaban el aire, el silencio de aquel paraje y hasta las latas que llevábamos que se caducaron. Hay un bello verso que dice: «¿Qué es un pedo? Es el aire del futuro, que anuncia la llegada de una gran cagada», y aquello, amigos míos, era el aviso de “guerra química”. A prisa y tras exclamar un: «Creo que viene grande porque antes no lo he eshao to», el tio va y se pone detrás de un poyete y tras algún que otro: «ayayayayayaaaiiii, quillo, quillo, qué desastre, esto no es normá» aparece de la nada un puto autobús repleto de chicas árabes, todas con burka, que se dirigían en dirección al lugar del parto de Rubén para practicar yoga con sus esterillas. No podía ser. Sí, allí, en mitad de la nada, a la hora más inhóspita, en el lugar más recóndito y perdido de ese país, todas ellas felices e inocentes de no saber hacia donde se dirigían. ¡No podíamos creerlo! A prisa, Rubén terminó la faena como pudo, tapó al señor mojón con un cartón que por allí había y minutos más tarde, todavía con el cadáver caliente, las 30 chicas árabes se pusieron a hacer Yoga justo en frente de semejante monstruosidad.
Finalmente, la foto final de la historia quedó de la siguiente manera: El flamenquín de 3/4 de kilo de Rubén presidiendo la clase de yoga de las 30 chicas árabes con un olor que echaba para atrás mientras estas le hacían el “saludo al sol” con Antonio y yo como telón de fondo con respiración asistida ya que nos moríamos de la risa mientras Rubén decía: «quillo, quillo, qué bochorno, vámonos de aquí antes de que se den cuenta por favor». Para cagarse. Y nunca mejor dicho.
Con ratas y a lo loco en Zahara de los Atunes
La siguiente historia ocurrió hace ya algunos años en la gaditana playa de Zahara de los Atunes. Era Verano, viajábamos Diana, mi amiga Lucia y un chico llamado Carlos, y el plan, algo “austero”, era pasar un par de días, de arrastrados, durmiendo en una zona de arbustos que había junto al camping de Zahara, con la idea de colarnos en él cada mañana para ducharnos. Sí, de vergüenza, pero en aquel entonces, nuestro presupuesto era tan limitado para viajar que no nos podíamos permitir ni un mísero camping. Ante semejante panorama, la primera -y única- noche se saldó con una de las situaciones más surrealistas que jamás he vivido. Al llegar de noche a la zona de arbustos, nuestra idea era cenar allí mismo pero dada la cantidad de ratas que había, decidimos cenar en la playa y colgar las mochilas en los árboles para evitar que estas se comieran la comida del día siguiente. Tras la cena, nos echamos a dormir dentro de los arbustos, algo incómodos por el constante e incesante griterío de decenas de ratas que correteaban a nuestro alrededor, carrera abajo, carrera arriba, sin parar de hacer ruido en toda la noche. En una ocasión, apunte con mi linterna hacia arriba y varios ojitos se quedaron apuntándome fijamente mientras una de ellas escarbaba a apenas metro y medio de mi esterilla. Sí, un horror, pero no nos quedaba otra.
Por increíble que parezca, concilié el sueño, pero en mitad de la noche, unos extraños ruidos me despertaron y entre que no sabía donde estaba, las ratas y mi habitual estado catatónico post-despertar, pillé la linterna de nuevo para ver qué pasaba y para lamentablemente comprobar que el origen de esos ruidos eran los testículos de Carlos impactando en las nalgas de Lucía a una maravillosa distancia de escasos dos metros de mi esterilla. Estupendo. Aún en estado catatónico lo más que pude decir fue: «éramos pocos y parió la abuela…». No, no había playa ni bosque suficiente para ellos. Tenía que ser ahí, entre ratas y justo al lado nuestra. Tras importunarles, cesaron unos segundos pero al rato escuche lo que parecía una felación y entre semejante panorama y por si fuera poco… empieza a llover, allí, en Verano, en Cádiz, la cosa más rara e improbable del mundo. Si algo más extraño podía pasar, creo que era el día y el lugar perfectos.
Finalmente, la foto final de la historia quedó de la siguiente manera: Diana y yo tapados con toallas mojándonos bajo la lluvia tumbados en las esterillas, con toda la comida y equipaje colgado por las ramas de los arbustos, estos dos, dale que te pego, en pelotas, a menos de dos metros nuestra y todo ello bajo el chirriar de decenas de ratas corriendo y chillando a nuestro alrededor. Tiene cojones la cosa. Y nunca mejor dicho, otra vez.
La vieja pervertida de Landmannalaugar
Tras intentar infructuosamente el atravesar en nuestro propio coche las carreteras islandesas de Landmannalaugar dado que estaban cortadas y completamente anegadas por toneladas de hielo, nieve, barro y agua a partes iguales, decidimos contratar entre los cuatro -Javi, Manolito, Alberto y yo-, un alucinante súper jeep cuyas ruedas podrían ser casi tan altas como nosotros. Aquella bestia sería la única capaz de atravesar esas junglas heladas y no queríamos irnos de Islandia sin poner cara a esos paisajes. Junto a nosotros, viajaba un matrimonio mayor, nórdico, de unos 70 años, muy educaditos, callados y comedidos. Vamos, tal y como son por estos lares. El tour fue una auténtica delicia de paisajes con montañas nevadas y escenarios post apocalípticos de lava petrificada, roca, nieve y hielo que fueron sucediéndose, uno tras otro, sin cesar, como un hermoso carrusel de fotografías impactantes durante las casi 2 horas de recorrido. Tras esto, el súper jeep se apeó en una zona donde, opcionalmente, nos podríamos dar un baño en una pequeña laguna natural calentada geotérmicamente. ¡Qué guay! 😀 Nunca antes habíamos hecho algo así. Dicho esto, fuimos a un pequeño vestuario que había allí, nos desvestimos, y tanto Javi, como Manolito y Alberto, decidieron pegarse el baño totalmente en pelotas con todo lo que viene siendo el cono sur expuesto a las rudas y frías tierras norteñas. Afortunadamente yo me quedé con el bañador puesto ya que soy más pudoroso y ahora que lo pienso… gracias a Dios, viendo el panorama que a continuación os paso a relatar.
Casi de la nada, con ojos desencajados, mirada de loca, una fuerza sobre humana, que no se de dónde sacaba, sonrisa de perversión total y a una velocidad media de 7km/h, la señora mayor se soltó del brazo de su marido dejándolo a un lado, a él y a la artrosis que la caracterizaba, para dar caza a estos tres, casi corriendo, con la cámara de fotos en la mano mientras tiraba ráfagas de fotos, con flash, a los desnudos culos de mis amigos mientras caminaba como loca. Yo no daba crédito. La cara del marido mientras intentaba alcanzarla era todo un poema.
La foto final de la historia quedó de la siguiente manera: estos 3, más grandes que un castillo, científicos de éxito, sacando el culo y el mandao del agua al grito de: «¡mira, mira, mira, tiburoooooon!» con la señora mayor haciendo fotos como una loca desde el borde de la charca y el pobre señor mayor, resignado, mirando la escena sentado en un banquito. Al final, me dio unos chocolates por el “very funny moment”, momento en el que me sentí el chulo de 3 gigolós ya que yo era el único que no había enseñado de un centímetro cuadrado de mi miembro. En fin, para mear y no echar gota.
La vaca de Heidi y la foto del millón
De Islandia, doy un salto al norte de Suiza, muy cerquita de Maienfeld, camino de la casita de Heidi, en el que posiblemente viviríamos uno de los momentos más épicos que en este blog se recuerdan. Para llegar a la casa de Heidi, anduvimos cerca de 2 horas entre hermosos bosques, praderas verdes y la atenta mirada petirrojos que se llamaban los unos a los otros con bonitos cantos entre árboles. El premio final, la casita de Heidi. La que todos hemos soñado siempre de pequeños con visitar, con los abetos, las montañas al fondo… pero con la particularidad de que en sus alrededores, en lugar de las clásicas cabritas que todos recordamos como Copito de Nieve, había enormes y bien alimentadas vacas, dignas de un anuncio de Milka. Tras disfrutar del momento freak de la casita, de hacer 80 fotos y electrocutarme con la valla que protege la casa de las vacas y maldecir al cabr*on que no puso un cartelito avisando de que hay que tener cuidado con ella, decidimos poner regreso a Maenfield no sin antes hacer la gracia de simular una embestida por parte de una vaca a mi hermana. La idea tan solo era simular que mi hermana corría con la vaca detrás y ya esta. Tan solo eso. Sí, una jilipollez. No podemos ser viajeros normales que disfrutan del paisaje, respiran hondo y sacan una bella reflexión del lugar con un libro en la mano. Somos así de retarded. En fin, dicho esto, escogimos una vaca, se colocó mi hermana, me coloqué yo, preparé la cámara para tomar una fotografía rápida, encuadré el momento y justo cuando le dije a mi hermana: «venga gordi, haz como que corres», inexplicablemente mi hermana le echó coj*nes a la vaca al grito de: «Ejei toro, eeeeheeeeeei torooo» junto a un zapatazo, a escaso metro del animal, con tan mala -o buena, según se mire- fortuna que provocó que el animal se enfadara ya que era una vaca recién parida. Atención…
En ese momento, los planetas se alinearon, la vaca envistió de verdad a mi hermana, yo disparé la cámara sin mirar a qué había hecho la foto. Tras eso, sin pensar ni 2 segundos, salimos corriendo y gritando por todo el valle ladera abajo con la vaca detrás de nosotros hasta el punto de que un grupo de extranjeros vino a ver qué coño pasaba.
La foto final de la historia la veis arriba. Una imagen vale más que mil palabras. Fue ver la fotografía y creer que me moría. Las risas retumbaron en todo el valle. Menudo descojono. Era la foto del millón, «Gordí, algún día acabarás en un Powerpoint», fue lo único que llegué a exclamar 😀 Posiblemente de las fotos más épicas que vaya a realizar en toda mi vida.
Lío de faldas en San Francisco de Asís
Para la siguiente historia viajamos hasta Italia, concretamente hasta el bello pueblecito de la Toscana italiana, Asís. Posiblemente de los pueblos que más me gustaron de Italia. Callejuelas medievales levantadas en piedra, preciosas ventanas enrejadas con macetas repletas de flores, miradores preciosos hacia los típicos cipreses de la Toscana, placitas con olor a pan recién hecho y por supuesto la iglesia de San Francisco de Asis, epicentro de la siguiente historia que voy a narraros sin desperdicio. A lo largo de nuestro viaje por Italia, tuvimos la oportunidad de visitar muchísimas iglesias. En Italia, los monjes y sacerdotes de estos templos se toman muy en serio el tema de la vestimenta para entrar a estos lugares a diferencia de otros países como puede ser España o Francia. Tanto mi hermana, como Diana o mi madre, no es que fueran mal vestidas, simplemente, a sus ojos, iban un poco “expuestas” y para ello, a la entrada solían darles un pañuelito para que se taparan, y así, a ojos de Dios, fueran unas personas pulcras, rectas y merecedoras de entrar al templo del señor. Puedo entender que con una mini falda o escotazo no se entre, pero obligar a ponerse camiseta de manga larga o un pantalón largo a una niña que va en shorts por la rodilla…. en fin. Pero bueno, así son las normas, así las acatamos y aquí paz y después gloria. Entramos al templo y según cruzamos la puerta, ya pudimos percibir ese tufillo a antipatía propio de personas que no son muy felices en la vida.
En San Francisco de Asis, al margen de ir vestidos como momias, el silencio, es importante. Bien es cierto que los españoles tenemos fama de escandalosos pero llegar al punto de no poder abrir la boca ni para decir: «qué bonito», me parece una exageración. Un desagradabilísimo, «¡¡Tssssssssss, silenceeeeeeeeee…!!», sonaba cada dos por tres por parte de los monjes por simplemente decir «pio». Pero lo peor eran las formas. Menudos caretos. Tras un rato “disfrutando” de la iglesia, nuestros pendientes reales se puede decir que estaban severamente inflamados dada la actitud y el trato de los monjes de la iglesia y cuando nos disponíamos a abandonar el templo, ante la atenta mirada de los monjes y los allí presentes, ocurrió lo mejor que podía ocurrir en una situación como aquella. Mi madre, al salir por la puerta de salida de la iglesia, se enganchó la falda con el torno de seguridad enseñando el culo a toda la iglesia, a San Francisco de Asis, a la Vírgen, los Santos, los ángeles y… sí, y a los curas de las narices. Y todo esto, acompañado de una escandalera, gritos y enormes carcajadas por nuestra parte que retumbaron muchísimo en la iglesia y que podéis imaginar cómo les pudo sentar a los curas. La pobre no sabía dónde meterse ni cómo desengancharse 😀 ¡Menuda liada!
La foto final de la historia la compuso mi querida madre, enseñando el culo a los tiquismiquis monjes de San Francisco de Asís que no te permiten ni enseñar un codo, y todo ello, entre risas, gritos y alborotos. Se rumorea que aún hay restos de sangre de las venas que en los cuellos de los monjes explotaron.
Con el kebab al aire en un hamman de Estambul
De Italia nos vamos a Estambul, con Manolito como compañero de fechorías. El viaje por Turquía digamos que estaba siendo… “intensito”. Por llamarlo de alguna manera. Las preciosas mezquitas, los regateos en los zocos donde en un par de ocasiones me echaron del Gran Bazar entre insultos por ofrecer 2€ por unas Converse falsas, el ambiente de los mercados, los atardeceres del Bósforo o la torre Galata… en fin, qué os voy a contar de Estambul, he estado 3 veces y os aseguro que repetiré ya que es una de mis ciudades favoritas del mundo. Tras tanto ajetreo, a los dos lo único que nos interesaba era un poquito de relax y para ello, nos dirigimos al que supuestamente sería el lugar idóneo: el hamman Çemberlitas. Según llegamos, nos indicaron el camino hacia los vestuarios y ya de primeras no entendimos qué necesidad había de quedarnos con todo lo que viene siendo el kebab al aire. Pero bueno, normas del lugar y así lo hicimos. Con un trapito rojo que apenas cubría el 80% del cono sur, salimos y ¡oh sorpresa!, dos señores mayores, entraditos en carnes y bien peludos, con su kebab también al aire, en un perfecto turco nos dijeron algo así como: «çajöfds lekuäds kodëfjsd mëi do çuçid», que en cristiano venía a ser algo así como: «Ven pacá bribón que te voy a dar lo tuyo». Tanto a Manolito como a mi, casi sin permiso y a la fuerza, nos agarraron de la manita y como el que entra en una sala oscura de perversión nos dijeron que nos tumbáramos boca abajo. En un momento así, la lógica y el sentido común lo único que te llevan es a buscar una pared a la que pegarte y no separarte jamás. Con Manolito empezaron antes. Gritos, gruñidos y extraños sonidos guturales empezaron a venir desde donde él estaba: «Ayayayayaaaaiiiii…. ¡no, no, no, ahí nooo…! pero chiquillo, ¿yo te he hecho algo a ti? ¡¡Migue tio!! Este tio me ha movido el páncreas a la garganta».
Tras escuchar la tortura a Manolito, mire al hombre y con una sonrisita diabólica me movió el dedito como diciendo: «Ahora te toca a ti». Pocas veces en mi vida me he sentido tan violado como en aquella situación. Digamos que fue una rendición. Me di la vuelta con el culo apretado, me quitó la toallita y el show de friegas, torceduras y crujidos de todo tipo de articulaciones que no sabía que existían en mi cuerpo dio paso a lo que podríamos denominar como “operación lavavajillas” donde el tipo me sentaría en una banquetita de madera para rebozarme salvajemente en espuma, frotarme la cara a lo bestia con la mano abierta para poco después retirármela a cubazos de agua fria con un señor guantazo en la espalda que aún no se si fue para despertarme de la pesadilla o para rematar la faena.
La foto final de la historia se resume en Manolito y yo, más doloridos que cuando entramos y mirándonos el uno al otro con la sensación de haber sido violados y tratados como a un tenedor en un lavavajillas. ¿Repetir? No gracias.
En pelotas, sangrando y cagado en un váter de Meknes
Para la siguiente historia viajamos hasta la ciudad de Meknes, en Marruecos. Probablemente de las situaciones más heavy, desagradables y asquerosas que he vivido en mi vida. No creáis que es fácil contar esto por aquí pero… bueno, allá va. Todo sucedió en mi primer viaje por el norte de Marruecos. Veníamos de Fez y el laberinto medieval de su medina. Y cuando digo medieval, me refiero a que el uso de burros para portar alimentos, agua u objetos, lo ves por la calle cada dos por tres, así como gente cogiendo agua en pozos, técnicas a la hora de cocinar, limpiar o trabajar de lo más rudimentarias y un sinfín de detalles que ves que te hacen viajar a otra época tan sólo paseando por ahí. Pues bien, en un entorno como este, nos metimos en un restaurante donde nos pedimos una serie de ensaladas de legumbres y pollo guisado. Durante la comida todo parecía correcto hasta que decidí ir a cambiar el agua al canario. Os juro que no sabía dónde terminaba el baño y dónde empezaba la cocina.
Tras el almuerzo, terminamos visitando a los extraordinarios curtidores de Fez y de allí pusimos rumbo a Meknes donde digamos que empezó la fiesta. Primero unos retortijones brutales que me hicieron darle el sarampión al váter en unas tres ocasiones. Las caras de Belmez se quedan en nada al lado de la que allí lié. Del dolor abdominal y los retortijones pasé a la fiebre. Y de la fiebre… a los vómitos. Si os da asco lo que estáis leyendo os aconsejo dejar de leer y pasar a la siguiente historia porque lo que viene ahora es de traca. Serían las 5 y pico de la mañana. Un calor… qué para qué os cuento. De hecho dormía en calzoncillos. La llamada a la oración sonaba de fondo y en una de esas, sentí de nuevo que me cagaba encima y tuve que ir a prisa al váter. De nuevo la “operación pinturas rupestres” fue todo un show y en mitad del acto, una terrible gana de vomitar me hizo levantarme del váter para girarme a vomitar con tan mala fortuna que mi cabeza impactó contra un murito de hormigón que separaba el retrete del resto del cuarto de baño dejándome tirado en el suelo sangrando, cagado y en pelotas.
La foto final de la historia quedaría de la siguiente manera: Diana entrando en el baño al grito de: «¿pero qué ha pasado?» y yo, tirado en el suelo, tratándole de explicarle por qué me encontraba con toda la cara y cabeza llena de sangre, cagado de arriba a abajo, en pelotas y todo el váter vomitado. Una delicia. Después de esta anécdota, el turismo gastronómico dejó de ser lo mismo para mi.
La cama más fría de Argentina
De la escatología extrema de la historia anterior, cruzamos el charco hasta Argentina, concretamente hasta Puerto Príncipe, junto a las preciosas cascadas de Iguazú. Por cuestiones de seguridad nos recomendaron dormir en el lado argentino, ya que de Foz de Iguazú, el lado brasileño, no escuchamos cosas demasiado buenas. Tras un largo viaje desde Rio de Janeiro con escala en Sao Paulo, de noche y algo cansados, llegaríamos al que posiblemente esté en mi top 5 de lugares más cutres en los que he pernoctado. El top 1 lo guardo para el final de este post que creedme que no tiene desperdicio. Según llegamos encontramos que en lugar de un recepcionista, tres pastores alemanes regentaban el lugar. Se puede decir que fueron ellos los que nos hicieron el check-in ya que cada vez que llamábamos al de recepción venían los perros. Al abrir la puerta de la habitación, una bofetada de humedad nos sacudió como un huracán y lo peor de todo es que la cama estaba literalmente encharcada de agua. Ante tal panorama, sólo puedes llorar o reírte, y yo, como podéis imaginar, opté por lo segundo. Tras el primer shock llamé al que supuestamente era el dueño de aquel cuchitril. A los 20 minutos, con cara de dormido, camiseta interior de las que llevaban nuestros abuelos, sin mangas, de agujeritos y algo amarilla por el sudor, el tipo entra despeinado en la habitación para decirme con un profundo acentillo argentino lo siguiente: «chéee, ¿y para esto me despertás? Esta cama no está mojada, ¡está friiiia hombre…!». Ante tal grado de surrealismo, el cansancio que llevaba acumulado y que veía que con un tipo así cualquier tipo de discusión no llevaría a ningún sitio… decidí decirle que OK, pasar esa noche como fuera y al día siguiente pirarme de ahí.
A la mañana siguiente, lo primero que hicimos fue buscar otro alojamiento. Al ser temporada alta casi todo estaba pillado y como nuestro presupuesto para el viaje ya lo teníamos casi consumido… decidimos jodernos, pedir sábanas nuevas y secar la cama dejando el aire acondicionado encendido durante 24 horas al día para que secara el ambiente. Pero la historia por la que os cuento todo esto, viene a continuación. Era nuestra tercera y última noche en Iguazú. Tras bañarnos heroicamente en la ducha eléctrica del baño, por la que salía un hilito de agua templada a la media hora de tener el grifo abierto, bajo un techo de estalactitas creadas por el moho, quedarme con las manivelas del agua en la mano y pegar un patinazo en el baño al no tener ni toallas, llegué a la habitación con intención de tender la ropa sucia y poner a cargar las baterías de las cámaras. Diana ya estaba dormida en ese momento y cuando fui a coger una de las baterías, una enorme tarántula peluda salió de dentro poniéndome los bellos de punta de cada centímetro cuadrado de mi cuerpo. No hay cosa que más odie que a los bichos. Evidentemente mi objetivo a partir de ese momento sería acabar con la vida de semejante arácnido. Yo así no podía dormir. De modo que me armé de valor, aparté como pude las cosas, me puse las botas de montaña y al grito de: «¡¡Muere hija de p*t*, muere!!» me lié a golpes con el bicho sin darme cuenta de la que acababa de liar haciendo eso ya que nuestra habitación se encontraba justo detrás de la recepción, y entre ella y nosotros, tan sólo nos separaba una finísima pared de pseudopladur que provocó lo inevitable.
La foto final de la historia quedó de la siguiente manera: 3:00 de la mañana, tres perros pastor alemán rascando la puerta de mi cuarto enfurecidos a ladrido limpio, Diana enfadada conmigo por despertarla, el recepcionista llamando a la puerta asustado pensando que ha habido un crimen en la habitación, abro la puerta y ve la cama llena de sangre ya que la noche anterior sangramos por la nariz debido a la sequedad del ambiente tras no quitar el aire acondicionado en casi 72h. Y ahora explica tú lo de la araña. Tócate los huevos.
Limpiando la escena de un crimen en Islandia
La siguiente historia también sucedió en Islandia pero en este caso, no es para reírse ya que desgraciadamente atropellamos a un animal. Si sois sensibles con este tema mejor no sigáis leyendo. Para el que no lo sepa, en Islandia cada año se realiza una especie de pastoreo libre donde aproximadamente unas 10.000 ovejas son repartidas y marcadas, totalmente en libertad, por todo el país. Al llegar la temporada las identifican según su propietario y aquí paz y después gloria. El problema está en que ellas cruzan, van y vienen por las carreteras como Perico por su casa, y a veces, sucede lo inevitable y por mucho que intentes esquivarlas… acabas por llevártelas por delante. Era prácticamente de noche, estábamos ya de regreso hacia una de las granjas que teníamos reservadas en el Este del país, cuando de pronto, una oveja se nos quedó atravesada en mitad de la carretera sin posibilidad alguna de esquivarla ya que de lo contrario acabaríamos nosotros en la cuneta. Pese a que intentamos frenar en un último intento de quitárnosla de encima, el animal se quedó atravesado y desgraciadamente la matamos. Algo así te deja muy tocado y más aún cuando ves que podría evitarse poniendo verjas alrededor de las carreteras principales. El problema vendría a continuación.
Tras atropellarla no nos paramosa mirar los desperfectos del coche. Íbamos con el tiempo justo y dijimos que ya miraríamos los daños del coche al llegar al siguiente punto. Las apuestas de si la oveja nos había reventado mucho o poco el coche se comenzaron a suceder y en una de esas, Alberto, uno de mis amigos, me preguntó que qué tipo de franquicia llevaba el coche y cuando me pongo a buscar entre los datos del seguro, me da por leer en la letra pequeña que los daños provocados por impacto de animales no estaban cubiertos por el seguro. Qué graciosos. Será que no éramos los primeros ni seríamos los últimos. Con los huevos de corbata nos detuvimos en una gasolinera, me bajé del coche a prisa y a mis amigos, confiados de que el impacto no había sido para tanto, se les cambió el rostro al verme a mi la cara. Toda la parte delantera derecha del coche estaba reventada, el radiador estaba un pelín deteriorado pero afortunadamente no se había visto afectado, estábamos sin un antinieblas y todo el interior del coche se encontraba lleno de sangre y sesos del animal. Evidentemente, la tesitura ahora estaba en qué hacer ya que si devolvíamos el coche así, tendríamos que apoquinar la reparación completa del frontal del coche, ya que en un caso así, no se repara la pieza simplemente sino que hay que sustituirla al completo. Entre faros, parachoques, radiador -que aunque no estuviera afectado estaba deteriorado- y las partes internas del parachoque…. la broma se podía a ir a varios miles de € ya que el coche era un gigantesco Suzuki Vitara. Algo cagados e intentando buscar una solución continuamos nuestro viaje donde Javi por poco se lleva por delante a un pato gigantesco que se nos cruzó volando en mitad de la carretera. Ya lo que nos faltaba. Pero lo peor, aún estaba por llegar. Con el sol de medianoche frente a nosotros, una obra sin señalizar y a 40km/h nos llevamos por delante una montaña de piedras sobre el asfalto que esperábamos y que nos comimos por completo, llenando todos los bajos del coche de piedras y desperfectos en el cárter del coche que poco a poco comenzaría a gotear. Y sí, nuevamente, miramos el seguro y los bajos del coche están excluidos de la poliza. Un lío más que añadir a la lista. Tócate los cojones.
La foto final de la historia quedó de la siguiente manera: los cuatro limpiando los restos de sesos y sangre del coche con una linterna, al más puro estilo CSI, para intentar no dejar rastro del animal y así engañar a la empresa de alquiler diciéndoles que al llegar de una cascada el coche nos lo habían dejado así. En cuanto a las piedras y el cárter, realmente no fue nuestra responsabilidad sino la del gobierno. Afortunadamente lo de la oveja coló y no vieron que el cárter goteaba. Con lo de las piedras nos dijeron que reclamáramos al estado pero que debíamos pagar. La broma se saldó con menos de 250€ que nos supieron a gloria para lo que nos podría haber costado si hubieran descubierto todo el pastel. Así resumido suena bien pero os aseguro que fueron días de angustia al no saber qué pasaría dado que Islandia es de los países más caros del mundo.
El Bollycao y el croissant de la discordia
De Islandia regresamos a España, concretamente a Gerona, donde protagonicé un claro “tierra trágame” con una de las meteduras de pata más enormes que he sufrido en mis carnes. Me encontraba en un viaje con otros amigos viajeros por toda Cataluña donde visitamos lugares preciosos y vivimos experiencias alucinantes. Cataluña tiene algunos de los parajes más bonitos de España y es un rincón a visitar una y otra vez. Sitges, el Alto Ampurdán y la casa de Salvador Dali o Barcelona fueron algunos de los sitios donde estuvimos, pero el ojo del huracán de esta historia sucedió en un pueblo de Gerona, donde nos presentaron a uno de los reposteros más importantes de España, cuya tradición pastelera lleva transmitiéndose de generación en generación durante décadas para dar como resultado a una de las mejores pastelerías del país. Tanto es así que concursan todos los años en certámenes internacionales, tienen varios premios de renombre, etc… A lo largo de la mañana nos contaron el día a día de la pastelería, nos hicieron un showcooking donde elaboraron una deliciosa tarta que llevaba escamas de oro, mostraron los entresijos de la cocina y nos dieron a probar unos croissant artesanos cuya elaboración era de una de las joyas de la corona de la pastelería gracias a una receta familiar secreta, donde tras horas y horas de amase e ingredientes de primerísima calidad, obtenían lo que para ellos era el orgullo de la casa. Uno a uno fuimos probando y al llegar a mi, lo cojo, me lo meto en la boca y una explosión de sabores me devolvieron a mi infancia. ¡Qué rico estaba joder! Menudo hojaldre. El tipo, muy feliz, al ver mi cara de felicidad, me pregunta: «Qué, ¿qué te parece? Rico, ¿eh? Es el producto de muchas horas de trabajo», a lo que yo, sin pensar en la barbaridad que iba a contestar, le digo: «¡Esta buenísimo! Está tan rico que parece… vamos, ¡que parece un bollycao!». Tierra trágame.
La foto final de la historia quedó de la siguiente manera: El pastelero, con la vena del cuello a punto de explotar junto a un tic nervioso en el ojo diciendo en bajito: «Ajá… como un Bollycao…» tras escuchar a un mentecato como yo comparando a una de las joyas de su pastelería, de receta familiar y horas de amase, con jodida repostería industrial. Aún así, os aseguro que parecía un Bollycao 😀
Encerrado y atascado en un sótano de Stavanger
Una de las situaciones más angustiosas que he vivido en viajes y que más vergüenza me da de contar es la historia que viene a continuación. Ocurrió en un albergue de Stavanger, al sur de Noruega, donde hicimos un par de noches para visitar el famoso Preikestolen. El púlpito, como también se le conoce, una de las maravillas naturales más alucinantes del mundo donde no se si por la emoción de llegar a un sitio así o por la cantidad de bocadillos que llevaba en el cuerpo dado que Noruega es de los países más caros del mundo, que la travesía acabó con serios problemas de evacuación. Refiriéndome a “evacuación” como al hecho de “liberar a Willy”. Ya me entendéis. Normalmente voy al baño sin problemas. No soy una persona estreñida ni nada por el estilo, sin embargo, siempre hay una primera vez y en este caso os aseguro que quise morirme.
Acabábamos de descender el Preikestolen. Estábamos destruidos. El esfuerzo físico fue potente y mientras Diana y Manolito reposaban en la habitación, comencé a notar a Michael Jordan colgando del aro. Sin decir nada me fui a los baños del albergue para arrojar el topo al remolino. A prisa, llego al retrete, me siento y doy comienzo a lo que sería un parto sin epidural, en toda regla. Al principio todo normal. Nada anómalo en la deposición. Sin embargo, a medio camino, cuando el niño ya tenía la cabeza y medio cuerpo afuera, el parto se detuvo y la cosa no avanzaba ni para afuera ni para adentro con una dureza propia de un turrón caducado desde 1995. Tras serios esfuerzos, pasó un cuarto de hora, media hora, tres cuartos de hora y viendo que aquello era un atasco digno de un anuncio de WC Net, decidí llamar por teléfono a Diana y Manolito para advertir de tan horrible situación en la que me encontraba. Saco el móvil, me dispongo a llamar y… sin cobertura. Estupendo. Los baños, al estar construidos en un sótano, no tenían señal. ¿Y ahora qué hago? Me repetía una y otra vez. Mis esfuerzos no daban resultado. Aquello se movía menos que un teletubbie en un sofá de velcro. No había manera de pedir ayuda y mi temor era que pensaran que me había pasado algo y llamaran a la policia noruega, ya que al estar sin cobertura y desaparecido durante horas, podrían llegar a pensar de todo y la realidad dudo que fuera contemplada.
La foto final de la historia acabó en 2 horas de encierro en el retrete, gente aporreando mi puerta, sudando como un pollo con una toalla en la boca e hiper ventilando como una embarazada pariendo trillizos. Afortunadamente, logré liberar a la madre, al padre, al hijo y al propio Willy y la historia acabó en victoria pero os juro que es de las situaciones más horribles que he vivido en la que acabé con la puerta trasera como un bebedero de patos.
El hotel más horrible de la historia
La última anécdota es todo un clásico entre mis amigos y es la historia del hotel más cutre en el que he dormido jamás. La historia tiene al menos 10 años, ha llovido mucho desde entonces. Ocurrió en Granada y dado que no quiero problemas, no voy a citar el nombre del hotel porque luego pasa lo que pasa. Aquel fin de semana fue totalmente improvisado. No teníamos ni un duro ni alojamiento. Sin embargo, como teníamos muchas ganas de ver la nieve en Sierra Nevada, la ilusión nos pudo y hasta el último momento hice lo imposible por encontrar alguna ganga, pero al ser temporada alta… difícil estaría. Tras llamar a varios alojamientos, recibir numerosas negativas y no encontrar nada libre, de pronto, apareció el milagro con un hostel a menos de 10 minutos de la Alhambra por 15€ la noche por persona. No podía ser. Esto tenía que ser un fake. Con poca esperanza, llamé por teléfono e increíblemente me dieron disponibilidad. En ese momento, miré a mis amigos les dije: «¡Coño!, ¡menudo pelotazo! ¿reservamos?», a lo que por decisión unánime, accedimos y reservamos sin saber en dónde nos estábamos metiendo. Nada más llegar al sitio, efectivamente pudimos comprobar que la zona era increíble. La puerta de la Alhambra estaba a dos pasos. Sin embargo, tras buscar y buscar el hotel, dimos varias vueltas ya que el aspecto exterior del sitio parecía que estaba cerrado dando la sensación de todo menos de hotel. De hecho, las ventanas tenían tanta mierda que no se veía ni el interior. Finalmente, tras varios cónclaves y preguntas a vecinos, conseguimos cerciorarnos de que efectivamente “eso” era el alojamiento y nos dispusimos a entrar. Tras hacer un check-in un tanto extraño en el que nos cobraron desde el minuto uno, nos dieron las llaves de la habitación y pudimos comprobar que aquello apuntaba maneras según comenzamos a atravesar los pasillos de lo que perfectamente podría haber servido como escenario de la película El Resplandor. Junto al ascensor, una máquina expendedora de condones da la bienvenida al visitante y tras forcejear un poco la cerradura de la puerta de la habitación y acabar abriendo esta de un empujón, nos topamos con una habitación -por llamarla de alguna manera- que de primeras parecía una broma de mal gusto. Sábanas sucias, pelos superiores e inferiores y pese a que no quise mirar mucho, había residuos visibles de lo que parecían los restos del fornicio de los huéspedes anteriores. Las paredes eran de papel. Literalmente podías escuchar los pedos de la habitación contigua y os aseguro que dentro del dormitorio hacía más frio que en la calle. ¿Lo mejor? Los baños. Concretamente en la habitación de mis amigos, habían construido el baño dentro de un armario empotrado. El “cuarto de baño” era tan pequeño que no podías cerrar la puerta sin darte con esta en las rodillas. Ante tal numerito, no pudimos más que reírnos con lo que veíamos.
Tras ver aquel desastre, nos ofrecieron un “desayuno” que nos pusieron sobre unas mesas de ping-pong que tenían en un salón oscuro y lleno de trastos. La excusa era que estaban en obras. Con una libretita en la mano llega el recepcionista y muy amable dice: «¿Un té, café, chocolate?» a lo que gustosamente accedí a un Colacao que me sirvieron en un vasito de carajillo. Fue echar una cucharada de Colacao y llenar casi el 50% del vaso. Como si de un lujo se tratara, nos ofrecieron un donut en una bandeja. Agradecidos, nos dirigimos hasta esta donde casi acabamos tirándola al suelo ya que al coger uno de los donut, nos llevamos la bandeja entera ya que llevaban tanto tiempo ahí que estaban hecho un único bloque compacto. Tras semejante panorama, decidimos irnos a la sierra olvidando que aquella noche dormiríamos ahí no sin antes comprobar que la foto de la piscina que aparecía en Internet realmente era un estanque de ranas carnívoras con cinco dedos de verdina. La jornada en Sierra Nevada fue épica. Lo pasamos genial tirándonos por la montaña con bolsas de basura. Dios mío, qué tiesos estábamos en aquel entonces. Al llegar la tarde, como no queríamos pasar por el “hostel”, nos fuimos a cenar directamente a un centro comercial donde estuvimos cenando un par de horas para poco después volver al hotel y llevarnos la agradable sorpresa que ninguna de las llaves funcionaba ya que las puertas estaban cerradas a cal y canto. Con dos cojones, sí señor. A porrazo limpio intentamos llamar a alguien. Supuestamente la recepción era 24 horas de modo que alguien debía haber. Dadas las circunstancias y que la puerta era bastante vieja, decidimos forzarla y finalmente de un empujón entramos a los bestia en el hostel donde para nuestra sorpresa, encontramos al recepcionista, un señor de unos 60 y picos años, metido en un saco de dormir, en el rellano del hotel, dormido con un gorrito de Papa Noel, barba de tres días y el rostro completamente compungido tras el tremendo susto que le habíamos dado al entrar así de sopetón. Aquella noche, la pasamos sin pena ni gloria aceptando que aquello era una experiencia más. Mi amigo Juan Ramón se acostó como Tutankamon, mirando al techo, sin moverse y la ropa puesta debido al asco que le daba dormir en esa cama; y su por novia, acabó con los bajos del pijama completamente negros tras levantarse una única vez en la noche a hacer pipi. Diana durmió sobre toallas, y yo, como me duermo en un palo, sólo tuve ciertos problemas para conciliar el sueño debido al sonido de las cañerías. Curiosamente, unos amigos míos volvieron meses más tarde por equivocación y pillaron una meningitis. Por increíble que parezca, tras más de 10 años desde que nosotros fuimos, este hostel sigue abierto, su Tripadvisor es un auténtico descojono de comentarios, y bueno, para nosotros, siempre quedará en nuestra memoria como uno de los sitios más cutres en los que me he alojado jamás. Si tenéis que rodar una película de terror con un presupuesto de 15€, llamadme que os consigo el sitio perfecto.
Como veis en este blog, 12 años de viajes me ha dado muchas experiencias, lugares increíbles para las retinas pero sobre todo anécdotas de toda índole. La sal de la vida es reírse de uno mismo y de tu mala suerte. De nada sirve enfadarse o frustarse en exceso ante el surrealismo que te da viajar en muchas ocasiones. Llegados a este punto, espero no haberos cortado la digestión ni haberos provocado ninguna arcada con alguna de las cosas que he contado en este artículo, espero que sigáis viéndome de la misma manera y que a partir de ahora para vosotros no sea un cerdo que escribe de viajes. Ya os advertí al principio que el show iba a ser intenso.
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¡Un abrazo viajeros!