Monte Saint-Michel

Si hay un sitio mágico y curioso en el mundo, ese es el Monte Saint-Michel. Mi primera vez en Francia, más completa no pudo ser, pero me quedó la espinita de no visitar tan espectacular lugar. Avanzar por el carreterín que se hace accesible cuando la marea baja hasta acceder a él era algo que deseaba conocer y en esta ocasión, al encontrarme por segunda vez por el norte de Francia y después de una visita a la ciudad amurallada de Saint Malo, decidimos cumplir el sueño de poner cara y sensaciones a este peculiar lugar.

El monte Saint Michel es Patrimonio de la UNESCO desde los años 70, construido en una isla natural en la que se eleva una abadía. Esta abadía le da el nombre al monte debido a una enorme estatua dorada del arcángel San Miguel que se sitúa en lo más alto.

Llegamos a media tarde. El sol todavía aguantaría un poco más y tras dejar el coche en un aparcamiento de caravanas situado aproximadamente a kilómetro y medio de la abadía, fuimos avanzando por una carreterilla que atravesaba por una especie de marisma. En ese momento estaba seca, pero que poco a poco se iba apreciando la subida de la marea. Si no fuera por el carreterín de asfalto que a día de hoy hay, el agua poco a poco  subiría hasta el punto de dejar incomunicada la isla del arcángel, pero aún así, encontramos coches que se atrevieron a dejar el coche cerca de ella y que poco después serían engullidos por el agua.

A medida que avanzabas te maravillaba el pensar como el hombre había construido algo en un sitio así. Al llegar, nos encontramos con una calle empinada que subía haciendo una curva y que atravesaba una galería de calles de estilo medieval, repleta de tiendas de souvenir, restaurantes, etc… el paraíso del coleccionista de imanes de nevera.

Una vez arriba, en lo más alto, tuvimos que pasar por caja y sacamos los tickets para entrar a la abadía. Para los curas, la pela siempre será la pela y más en un lugar que recibe 3.200.000 visitantes al año.

Antes de entrar a la abadía, francamente no esperaba nada del otro mundo en su interior. Me imaginaba una abadía más, situada en un lugar impresionante, pero nunca lo que encontramos. Pero una vez dentro, la realidad fue más bien distinta. La puesta en escena increíble. Lugares auténticamente de película. Rayos de luz entre brumas, música celta… menudo ambiente! Lograron sumergirnos por momentos en un ambiente de magia.

Fue fantástico recorrer alguno de esos lugares con ese clímax que generaba la música a la vez que veías las columnas del interior reflejadas en pequeños lagos de agua.

Al final del recorrido ibas a parar a una enorme terraza situada a 100 metros de altura con espectaculares vistas al mar Celta, que nos separaría por poquitos kilómetros de Inglaterra, aproximadamente unos 150 km en línea recta.

Al marchar de allí, tuve mi minuto de gloria y esperado reconocimiento.

Si, pude hacer «el turista» haciendo un poco el tonto en con una foto muy cachonda con una replica de las alas de la estatua de San Miguel.

Una vez en “tierra” y digo “tierra” porque esta, poco a poco iba desapareciendo por las crecidas del mar, se dieron a una serie de situaciones surrealistas a causa de los aventureros que aparcaron fuera del carreterín.

Como decía el agua fue inundando poco a poco los alrededores, convirtiendo al monte en la isla que es, isla que fuimos dejando con un tono dorado por la marcha del sol y que nos regalo una despedida fantástica de tan extraordinario lugar.