Si al llegar a Venecia me hubieran dicho, que después de tan estupendos días que pasamos en ella, del paseíto en góndola, sus máscaras, canales, etc, la ciudad nos iba a despedir como nos despidió, no me lo habría creído.
El final a nuestro tour por Italia había llegado y algo cabizbajos, con la mente puesta ya en el avión, en Sevilla y su calorcito de Agosto, decíamos adiós a una ciudad fantástica y entre otras, a las vacaciones, a unas grandes e intensas vacaciones.
Después de tanto pateo, decidimos pasar las últimas horas del día en el muelle privado del hotel (que “chic” suena eh?, o sea, en el muelle privado) no sin antes darnos una vueltecilla por la ciudad antes de coger el vaporetto (una especie de autobús acuático) hacia el aeropuerto y comprarnos un batido helado de chocolate en el McDonald. Aprovecho para hacer una seria reivindicación a favor de los batidos de chocolate en los McDonald, a ver a santo de qué no los hay en los McDonald españoles y encima a 1’9€!
De repente, con batido helado en mano, poco tiempo como para llegar al aeropuerto y cargados con las maletas del viaje, a “la señora Naturaleza” se le ocurre darnos una despedida como mandan los cánones encapotando el cielo al son de constantes truenos con un viento y lluvia del demonio.
Por un lado no me hacía gracia ir como iba, con la lluvia, cargado de bolsas, con una máscara de pan de oro que me había costado un riñón, las cámaras, mi batido, etc… pero por otro, era una suerte ver las calles de Venecia vacías, el agua de los canales en calma tan solo salpicada por el romper de las gotitas y por supuesto, ver a los gondoleros avanzando lentamente con sus chubasqueros por los canales. Me encantó.
Corriendo como podíamos y con medio batido helado chorreándome la mano, llegamos a un callejón que nos pulverizó con un aire huracanado cargado de agua, poniéndonos chorreando y que era tan fuerte que apenas nos dejaba avanzar hasta la parada del vaporetto que estaba a tan solo 30 metros. Ya en la parada del vaporetto, que no era otra cosa más que un muelle en plan “parada de autobús”, vivimos la odisea de tenernos en pie debido al fuerte oleaje que azotaba la estructura, a la que le entraba agua, resbalaba y encima estaba cargada de arañas, que imagino que a causa de la tormenta y el movimiento, andaban algo revolucionadas y campaban a sus anchas.
Finalmente llego nuestro vaporetto y gracias a dios, sin percances a la hora de entrar en él. El vaporeto, que más que un vaporetto, parecía una lancha de narcos que escapaban de la policía, iba a toda leche, chocándose contra las olas y pegando unos botes que me ponían los vellos como escarpias al ver mis maletas saltar, unas encima de las otras, sin amarrar junto al conductor. Ayy… al fin, llegamos, algo mojadillos pero llegamos y, mágicamente, el cielo escampó como queriéndonos decir que tan solo quería hacernos la puñeta un rato, pero a cambio, nos regaló un fantástico arcoíris que sirvió de despedida a una ciudad fantástica.