Infancia. Qué bonita palabra en peligro de extinción. Esa etapa de la vida en la que no sabes nada y lo quieres saber todo. Esa etapa donde construirme una cabaña en un árbol era mi única obsesión. Mi única preocupación. Esa etapa donde en lugar de móviles se regalaban sobres con cromos de la liga, donde mi madre utilizaba una bolsa roja que ataba a la ventana para avisarnos de que la comida estaba lista y donde un campeonato de peonzas, una carrera de bicis o una guerra de globos de agua eran el plan de la semana. Qué bonita etapa. E insisto, en peligro de extinción.
Aún con jetlag, las gafas de bucear en la maleta y las botas de montaña con algo de barro por limpiar, os escribo estas líneas cuando tan sólo hace unos días que hace que llegué de mi viaje por Filipinas. Como primer post, podría haber empezado publicando algún fotón en una de sus paradisíacas playas, las enormes selvas de palmeras que este país tiene por todos lados, las famosas Chocolate hills o algún precioso fondo marino de corales repleto de pececillos. Sin embargo, con este post quiero llevaros a un rinconcito perdido entre las montañas donde por no llegar no llega ni la cobertura y que personalmente me cautivó al 300%.
Su nombre es Batad, una aldea de pequeñas casitas de chapa, paja, plástico y madera enclavada en mitad de un valle de arrozales y cascadas donde “desconectar” no es que sea una opción. Es un peaje a pasar. Un lugar donde el único sonido que escucharás será el de los gallos cantar por la mañana, el “clac-clac” de las muchas escaleras que hay repartidas por el valle, algún perrillo ladrar tras una gallina o las risas de los cientos de niños que allí viven y que son la razón de ser de estas líneas.
Un valle de risas. Un valle de juegos entre arrozales. Un valle de inocencia, de miradas limpias. Un lugar donde pese a que el agua, electricidad y alimentos frescos no llegan con la celeridad de un “click”, ha logrado ser un hervidero de la infancia donde el 70% de la población es menor de 15 años y un lugar donde los niños, son “niños” y no simulacros de adulto sin dos dedos de frente y una falta de respeto proporcional al tamaño del smartphone en el que viven presos día a día.
No se si tendré hijos o no el día de mañana pero no quiero un niño que juegue a ser adulto. No quiero un niño que necesite likes ni aprobación social. No quiero un niño que con 13 años crea que el mundo funciona tal y como ve en TV. No quiero un niño cuya máxima aspiración social sea la de una botellona ni que entienda por respeto que mear en la calle es “una necesidad”. No quiero un niño que etiquete a su entorno por su ropa, peinado o forma de hablar. No quiero niños “inalámbricos” que sustituyan tardes en el parque echando de comer a las palomas por absurdos chats de Whatsapp llenos de emoticonos. Insisto, no quiero un niño que se quede sin infancia por querer jugar a ser mayor.
Este viaje me ha hecho recordar lo que eran los niños antes de que la infancia de occidente se pudriera entre nuevas tecnologías que sólo contribuyen a volvernos asociales. Ha sido como un viaje en el tiempo. No es que esté a favor de sociedades aisladas, sin ningún tipo de contacto tecnológico. Pero gracias a estos arrozales, las montañas y la ubicación geográfica de Batad, estos niños viven una infancia que ya la quisieran los niños de occidente junto a sus tablets, PS4, antena parabólica con Disney Channel 24 horas y todos esos lujos que en mi opinión sólo restan infancia.
Como dije arriba, no se si tendré niños o no. Quién sabe. Pero lo que tengo claro al 100% es que este mundo necesita sociedades con “raíces” llenas de miradas inocentes, aficiones, valores e inquietudes como las de los niños de Batad.
“Una rosa obtiene su color y fragancia de la raíz, y el hombre, su virtud, de su infancia”. Austin O’Malley.