Aventura en el Mulhacén

Amanecer en el mulhacén

En el loco fin de semana de las perseidas ya  rondaba por mi cabeza el hacer la ruta albergues de Sierra Nevada – Veleta, pero por circunstancias bien conocidas por todos, los planes se truncaron y tuvimos que adaptarnos a las circunstancias del momento, quedándonos por tanto, sin hacer tan espectacular escapada.

Pues bien, tiempo más tarde, me propuse, en compañía de Miguel Ángel, retomar aquella excursión perdida, complicándola un poquito más y haciéndola a su vez, más divertida. Cambiaríamos el Veleta (3395 metros de altura) por el Mulhacén (3478 metros de altura) y para más inri, viviríamos la experiencia de dormir solos, en plena naturaleza, en 7 lagunas, campamento base previo a la cima de la montaña.

La aventura empezó un Sábado 17 de Octubre, según mis cálculos sería el último fin de semana (y lo fue)  para poder hacer el ascenso al pico sin nevadas, puesto que el invierno en la montaña nace pronto con la llegada del frio y subir allí, sin material de montaña apropiado, puede ser bastante peligroso debido a resbalones por culpa del hielo y su correspondiente despeñe más pronto que canta un gallo, todo esto sin contar con que una noche en la montaña, con nuestra tienda (típica Quechua de camping de verano) y sacos de dormir, sería algo insufrible ya que no estarían preparados para tan bajísimas temperaturas y nos quedaríamos congeladillos como polos.

Salimos de Sevilla relativamente tarde, a eso de las 8 de la mañana, ambos dormimos unas 3-4 horas esa noche puesto que anduvimos de preparativos de última hora. Algo agotadillo, acompañado de las mil y una cabezadas que iba pegando Miguel Ángel por el camino y después de una interminable subida por la alpujarra granaina, minada de retorcidas e incomodas curvas, fuimos dejando atrás pueblecitos como Lanjarón, hasta por fin, después de 4 horas y media aproximadamente, llegar a Trévelez, punto de partida de nuestra aventura, famoso por sus jamones y por ser el pueblo más alto de España, concretamente a 1500 metros, lo cual quiere decir, que subiríamos 1978 metros durante 18 km. Una pasada, teniendo en cuenta lo que, carajotes de nosotros, llevábamos por macuto, 18 kg…:

  • 1 empanada de atún de 800 gr
  • Salami, jamon York, queso….
  • 1 kilo de pan en rebanadas
  • 3 latas de atún
  • 1 litro de zumo de naranja
  • Tortilla de patatas de 700 gr
  • 4 litros de agua
  • Tienda de campaña
  • Saco de dormir (1’3 kg)
  • Martillo
  • Linterna
  • Mochila de 1 kg
  • Esterilla
  • Cámara de fotos
  • Calcetines de repuesto

Ni que decir que Miguel Ángel llevaba casi lo mismo pero en vez de la tienda, tortillaca, martillo y la superempanada llevaba un trípode que pesaba un cuerno.

La llegada a Trévelez nos la tomamos con filosofía, buscamos aparcamiento y después de esto nos tomamos «un señor desayuno» en un bar del pueblo.

La entrada a este fue algo caótica, puesto que ver a Miguel Ángel entrar de frente a este, con la mochila puesta y sin apartar las cortinitas espantamoscas típicas de las casas de los pueblos, era una escenita que cortaba el hipo a carcajadas a cualquiera ya que en plan apisonadora logró entrar sin que ni una sola persona del interior no se diera por aludida.

Después de nuestro desayuno dimos por empezada la ruta y pronto nos dimos cuenta de lo que nos esperaba con tales bicharracos a la espalda…

El comiendo no estuvo del todo mal, atravesamos un pequeño valle y poco a poco la vegetación se apartaba del camino debido probablemente a la altitud que estábamos alcanzando.

Pasaron las horas y nos llamó la atención no ver ni indicaciones de la ruta ni a otros senderistas. Al rato y después de pasar por un desfiladero, llegamos a una explanada donde nos encontramos con 3 tipos sin mochila que iban de vuelta un tanto indignados. Al parecer se habían perdido tirando por dónde no era y sus planes en cuanto a tiempo se habían truncado ya que nos les daba tiempo sin que la noche les cayera a llegar al Mulhacén y volver. El hecho de encontrarnos con esa gente nos hizo temer lo peor, ya que si ellos iban mal, nosotros probablemente también y según parecía, el rodeo que estábamos dando era descomunal.

Por mero sentido común, orientación y rodeados de paisaje espectaculares, fuimos avanzando por laderas empinadísimas y logrando otear en el horizonte unos leves destellos que probablemente corresponderían a las famosas chorreras de 7 lagunas, que no son otra cosa que unas cascaditas que están durante todo el año y que perviven debido al deshielo de las lagunas.

A media mañana, a eso de las 14,30, hicimos un alto en el camino para comer un poco, momento en el que el cielo se encapotó y recibimos algunas gotillas que nos acongojaron un poco puesto que no llevábamos chubasquero.

Aún nos quedaba mucho y poco a poco empecé a acusar mal de altura. Yo allí no sabía que me pasaba pero una fatiga bastante grande a cada paso que daba me llenaba por dentro y el ritmo de pulsaciones lo tenía bastante acelerado, en ese momento estaríamos más o menos a unos 2900 metros y todavía nos quedaba un poquito.

Continuamos la ruta, ya por camino seguro, puesto que nos cruzamos con gente que nos aseguro que ya nos habíamos incorporado a la ruta, pero poco a poco el sol nos iba comiendo y empezamos a poner en tela de juicio si llegaríamos a 7 lagunas para dormir o no. Atravesamos una zona muy rocosa y angosta que a medida que avanzábamos íbamos dejando a la derecha un pequeño valle por el que cruzaba un río con pequeñas cascadas y verdes praderitas de césped cortito y quemado por el frío, que en ocasiones era aprovechado por alguna vaca.

Llegamos a plantearnos incluso el acampar allí ya que apenas teníamos luz y nos habían asegurado de que las últimas noches en 7 lagunas habían sido horribles por el viento. Muy claro no teníamos donde estaba 7 lagunas, ya que no habíamos estado, pero el sentido común me decía que sería subir por el lado de las chorreras que comenté antes y en la parte superior encontraríamos las lagunas.

Llegados a este punto, sin luz prácticamente como para llegar a 7 lagunas debido al tiempo perdido al principio de la etapa y con ganas de descansar, nos propusimos, por iniciativa de Miguel Ángel, intentar pillar un atajo ascendiendo una ladera rocosa de unos 35 metros con una inclinación imponente. Ahí acabamos muriendo del todo gracias en parte a nuestras “queridas compañeras de espalda”. Ibas subiendo y las rocas caían para abajo que daba miedo, había partes en las que tocabas el suelo con las manos. Una cosa bestial y completamente de locos ya que arriba no sabíamos que ibamos a encontrarnos. Una vez arriba, ni atajo, ni San Panete.

Resignados y agotados, decidimos buscar un buen sitio para acampar y haciendo esto, en lo alto de aquella ladera, pudimos observar a una manada de unas 7 cabras monteses con largos cuernos, que no nos quitaban ojo y que nos advertían con la mirada de que esa noche éramos sus inquilinos.

Por suerte llegamos a una zona bastante buena para acampar. Era una amplia explanada, sin vegetación, la hierba quemada, una ligera hondonada que nos protegería de los vientos, un pared de roca a sus espaldas en cuya parte superior había nieve y una gran piedra en el centro que nos serviría de corta vientos. Observando aquello pudimos deducir rápidamente de que aquello en la primavera probablemente sería un nevero, ya que la tierra estaba bastante húmeda y era la única zona con hierba (quemada, eso si) de aquella parte de la montaña. El sitio era perfecto para montar la tienda, nos quedó de anunció de Quechua y la verdad, las vistas desde aquel sitio, eran impresionantes.

La noche pronto cayó y con ella un silencio ensordecedor.

Serían las 8 y pico de la tarde y nos propusimos cenar y acostarnos, si, acostarnos, pero es que en la montaña, una vez que anochece, poco hay que hacer, la verdad. La tienda por dentro era un autentico desastre, apenas si cabíamos y Miguel Ángel tenía todas sus cosas repartidas por el iglú.

En medio de aquel caos cenamos y nos acostamos con la ropa de todo el día. Yo seguía con mi mal de altura y la verdad es que muy bien no me sentía. Las primeras horas en el saco las pasé regular debido a una taquicardia muy fuerte que me dio, pero poco a poco se me pasó.

La anécdota de la noche fue el susto que nos llevamos prácticamente cuando nos estábamos quedando dormidos. Estaba todo en silencio, tan solo el viento sacudía la capa exterior de la tienda, los 2 acurrucados en nuestros sacos con la tienda en medio de la nada y en medio de esa situación, un ruido seco, acompañado de un golpe, me dio por la espalda haciéndome pegar un respingo enorme y provocando un inmediato olor a popo en la tienda debido a mi acongoje. Pensé de todo: un animal, algún idiota, alienígenas… pero la realidad fue más bien distinta. Resulta que como cortavientos colocamos a los lados de la tienda una serie de rocas para que nos protegiesen, pues bien, imagino, que debido al fuerte viento que azotaba la tienda, las rocas se cayeron, deslizándose estrepitosamente contra mi espalda y pegándome un susto de muerte en medio de la noche.

Dormir allí fue una experiencia fantástica y un sueño de pequeño hecho realidad. Dormir en plena naturaleza, a esa altura, sin seres humanos en km a la redonda, vigilados por un manto de estrellas espectacular y con el único sonido del viento y la hierba a tu alrededor. Extraordinario.

La temperatura en la tienda no estuvo mal, estábamos bien abrigados y tanto los sacos como la tienda se portaron bastante bien, pero… a eso de las 5 de la mañana, me desperté y no por el frío precisamente. La nariz se me estaba secando por dentro hasta tal punto que no te dejaba respirar. Un aire helado que olía a hielo, se empezó a meter por debajo de la tienda y nos obligo a meter la cabeza dentro del saco para poder respirar y que no se nos secara la nariz. Así aguantamos una horita más o menos hasta las 6 de la mañana, momento en el que los primeros pájaros empezaron a cantar.

Aquella noche, antes de acostarnos, acordé con Miguel Ángel despertarnos con el primer canto de los pájaros para ver las estrellas y puedo asegurar, que no pasaron 3 segundos desde el primer canto de un pajarillo lejano, que Miguel Ángel empezó a dar una tabarra brutal al grito de: “Migueee, los pájaros”, para que me despertara a ver las estrellas con él.

El muy mamón abrió la tienda con la correspondiente bocanada de aire frío del exterior y junto a una piedra que aún conservaba el calor del día anterior se puso a ver las estrellas. Yo le acompañé después y posteriormente, disfrutamos de uno de los amaneceres más espectaculares que en nuestras vidas vayamos a vivir.

El sol empezó a salir dejando entrever un manto de nubes lisas por las que asomaban las puntitas de las montañas y a lo lejos, el mar Mediterráneo. Impresionante.

Aprovechamos para hacernos fotos, videos a lo Jesús calleja y fotos en plan aztecas adorando al sol.

Sentirse libre aquí es fácil.

Levantando el Sol, ya es hora de que amanezca

Con mucho frío, sin mal de altura y algo agarrotados, serían ya las 9 y emprendimos el camino bajando la tortuosa ladera del día anterior, caminamos otro trecho hasta llegar al pie de las chorreras y empezamos su subida, con destino 7 lagunas. Apenas llevaban agua pero la subida era empinadísima, había mucho viento y muchas piedras sueltas que hacían bastante difícil la subida y encima, debido a nuestras mochilitas, mantener el equilibrio complicaba todavía más la cosa.

Una vez arriba, ya en 7 lagunas, un vendaval nos sacudió increíblemente y dimos gracias al cielo de no haber dormido allí aquella noche. En esas circunstancias, algo cansados por la subida de las chorreras y comiendo galletas, decidimos mirar la hora llevándonos una agradable sorpresa ya que eran ya las 11:30 y echando cuentas, se nos hacía de noche en la bajada, ya que se supone que si no nos hubiéramos desviado el día anterior, la noche la habríamos hecho en 7 lagunas y a esa hora, las 11.30, ya estaríamos en la cima del Mulhacén, por lo que, meterle un par de horas más al la ruta, 7 horas de bajada haría que nos cayera la noche en plena bajada. Lo vimos muy justito y lamentablemente preferimos quedarnos en ese punto, con el mulhacén a nuestros pies, sin poder pisarlo.

La bajada fue la repera. Nos cagamos en todos y cada uno de los chinitos del camino. La inclinación te hacía bajar como una bala pero a la vez te hacía polvo los tobillos a la vez que hacías un ejercicio de sorteo de piedras sueltas que minaban el camino. A mitad de camino llegamos a un pequeño bosque de pinos perfectamente señalizado y más a la izquierda, el lugar por el que nosotros subimos. Bajando por aquel pinar fuimos a dar al camino de inicio e indignados vimos la malísima señalización del camino por el que debimos haber tirado.

El Mulhacén nos dejo un sabor agridulce ya que nos quedamos a 300 metros de la cima pero por otro lado, el destino quiso entretenernos al principio de la ruta para que otro año, pudiéramos volver a disfrutar de otro amanecer tan espectacular como el vivido, pero esa vez, esperemos que sea en compañía de la cima de nuestro amigo Mulhacén.