Hay momentos en la vida que se suceden sigilosos y discretos, sin que te des cuenta de lo que va a representar en tu vida pasado un tiempo. Sólo cuando los ves desde la lejanía, aparecen con nostalgia, simbolismo y la morriña por lo que significaron en tu vida. Y allí, en Ward’s Island, un lugar mágico, ocurrió algo así para nosotros. Un lugar diferente. Un lugar atípico pero hermoso, tranquilo y misterioso. Un lugar memorable donde entre destellos y frente a uno de los skyline urbanos más maravillosos del mundo pondríamos punto y final a uno de los viajes más increíbles que jamás han pasado por este blog.
Era la última parte de nuestro viaje por Canadá. Atrás quedaban los grandes lagos, los infinitos bosques del Oeste canadiense, sus ríos, serpenteantes carreteras salpicadas por alces, osos y renos; para ahora decir “hola” al Este del país, la gran Toronto, su CN Tower, el asfalto y el ir y venir de sus avenidas.
Habían sido casi 11 días de naturaleza desbordante y pese a que acabábamos de aterrizar en Toronto, la necesidad de abandonar las avenidas de la ciudad hacia un lugar alejado del ruido de los coches y el humo de la ciudad, era una constante en nosotros.
Entre pregunta y pregunta, nos hablaron de Ward’s Island. Un lugar precioso, al otro lado de la bahía de Toronto y unas vistas alucinantes del skyline de la ciudad. ¡Justo lo que buscábamos! Sin pensarlo mucho, nos decidimos por comprar un par de tickets para la isla de Ward’s Island gracias a la ayuda de un matrimonio canadiense que nos dijo que al comprar los tickets, no olvidáramos decir que teníamos una reserva en “The Rectory”, uno de los dos restaurantes de la pequeña isla. De no haber seguido su consejo, no nos habrían dejado pasar ya que a día de hoy el ferry es sólo para residentes de la isla.
Tras besar, abrazar y casarnos con el matrimonio canadiense, cruzamos al “ferry”, que más que un ferry aquello parecía un carguero, pero más felices que unas perdices.
Con nuestros tickets en la mano, la brisa del mar y gaviotas revoloteando sobre nosotros, cruzamos sin saber muy bien a dónde pero con la certeza de que veríamos desde el agua el bonito skyline de la ciudad, que en un principio, era nuestro único objetivo en la isla.
Tras 15 minutitos de trayecto, dieron las 16:30 cuando por fin pusimos pie al otro lado de la bahía de Toronto. Habíamos llegado a nuestro destino 🙂 ¡Misión cumplida! ¿Siguiente objetivo? Llenar el gaznate. Aún no habíamos comido y… ¡qué hambre por Dios!
Con la barriga en “modo rugiente”, olfateamos el horizonte como perrillos de presa en busca de un sitio abierto donde comer y cuando creímos que no había nada abierto… ¡eureka! Apareció frente a nosotros nuestra salvación. Habíamos encontrado el sitio perfecto.
Pese a que era hora de café más que de hamburguesa, acabamos trincándonos este bicharraquillo en el “Island Coffee”, una terracita la mar de chula donde se estaba increíblemente bien. Nada barato… pero súper bien.
Tras el almuerzo, justo cuando nos disponíamos a salir, como si se trataran de nuestros ángeles de la guarda, de pronto, apareció de nuevo el matrimonio de la mañana que nos ayudó a comprar los tickets. Dijimos: “¿De dónde han salido esta vez? Serán espías de la CIA que andan tras nuestra pista?” 😀 El marido, se sacó de la manga un mapa y bolígrafo en mano, empezó a recomendarme zonas de la isla así como un recorrido a pie la mar de bonito que no debíamos dejar de hacer junto a unas casitas junto al mar y que por supuesto, un cafecito en “The Rectory”, el sitio donde “supuestamente” teníamos una reserva, también sería ideal. Y así lo hicimos.
Tras despedirnos del matrimonio, continuamos nuestro camino y poco a poco fuimos recorriendo la isla descubriendo uno de los lugares más bonitos que jamás halla visto para vivir. Fijaos qué preciosidad de rincones.
La paz que se respiraba en aquel lugar era indescriptible. Aquello sí que era calidad de vida. Vaya gozada de lugar. No se escuchaba más que pájaros, el abrir y cerrar de alguna puerta de madera, alguna risa lejana, los pájaros y poco más.
Por un momento parecía que acababa de ser absorbido por una revista de muebles y decoración tipo “Merkamueble”, “El Corte inglés” o “Zara Home”. Incluso a IKEA se le quedaba larga semejantes preciosidades.
Por primera vez en todo el viaje estábamos poniendo cara a la verdadera calidad de vida canadiense de la que tanto nos habían hablado. Estas casitas serían el sueño de la gran mayoría de los mortales. ¿Quién no querría vivir en un lugar así? Fijaos.
Tras el paseíto, finalmente llegamos a “The Rectory”, el primer restaurante que se abrió en la isla y una de las joyas de la corona de Toronto ya que la historia y tradición de este lugar convierten a este restaurante en una parada obligatoria para tomar al menos un chocolate.
Y así lo hicimos 🙂 Según entramos, encontramos un salón precioso donde cenar o almorzar y un chulísimo jardín con vistas al mar que os aseguro que es la delicia de la isla.
Tras ese riquísimo chocolate, la hora del atardecer poco a poco se acercaba y como aún teníamos tiempo para tomar el último ferry de regreso a Toronto, decidimos ir en dirección al mar y contemplar la caída del sol paseando por el paseo marítimo de Ward’s Island.
Camino del paseo marítimo de nuevo más casitas, a cual más bonita, fueron desfilando, una tras otra, frente a nosotros, bajo la luz del atardecer.
Entre destellos de luz y una suave brisa, paseamos tranquilamente buscando un bonito lugar desde el que contemplar todo el skyline que a nuestra derecha se encontraba siendo el escaparate perfecto para estos suertudos vecinos…
… que cada mañana se despiertan con estas preciosas vistas de la ciudad. Qué gozada debe ser el vivir en un lugar así. Como diría mi madre: “¡ay qué ver qué bien viven los ricos!”.
Y fue allí, en unos banquitos de madera, frente a una de esas preciosas casitas, donde decidimos sentarnos a disfrutar del espectáculo que dentro de nada iba a comenzar.
Los rayos de luz de la caída del sol, la quietud del barrio, el tintineo del agua sobre la orilla y el sonido de las hojas de los árboles movidas por el viento eran nuestros únicos compañeros. No había absolutamente nadie.
La mayoría de los vecinos ya estaban en sus casas y sólo nosotros permanecíamos en aquel silencioso y mágico lugar a la espera de lo inevitable 🙂
¡Todo el skyline de Toronto… para nosotros!, ¡y qué colores!
De vez en cuando, algún velero cruzaba la bahía como queriendo decorar el horizonte para nuestras fotos 🙂 Y bueno, pese a que hacía algo de rasca, daba igual, las vistas, el momento a solas y el ansia por ver iluminada la CN Tower junto al resto de rascacielos, podía con todo.
Por fin, poquito a poco el sol comenzó a desaparecer y tras la marcha de este, la hora mágica comenzó a arrancar con preciosos colores sobre el cielo. El show de luces estaba a puntito de comenzar. ¡Tomen asiento, pillen palomitas y vean!
Tímidamente, dieron al “ON” de las luces de la CN Tower, que muy lentamente empezaría a iluminarse. Y tras esta, las luces del resto de rascacielos, también poco a poco, comenzarían a decorar el horizonte de la bahía como queriendo competir con las luces del cielo.
¡Qué pasada de lugar! La esperaba había merecido la pena. En serio, no os podéis perder las vistas desde Ward’s Island al atardecer. Lo mejor de Toronto y a las pruebas me remito.
Nuestro viaje poco a poco llegaba a su fin. Era la última hora mágica para nosotros. Y no una más. Esta era especial y no nos estábamos dando cuenta. Era el final de nuestro viaje, y Canadá, poco a poco, ya quedaba atrás.
Tras las últimas luces de Toronto, con algo de prisa y el tiempo algo justo, hicimos el camino de vuelta a oscuras entre las casas de Ward’s Island. Alguna tímida farola, el ladrido de algún perrillo y el sonido de nuestros pasos nos llevarían de vuelta hasta el ferry que nos devolvería de nuevo al asfalto de la ciudad.
Allí, en aquella tranquila zona residencial donde apenas hay dos restaurantes, un pequeño muelle de barcos y una preciosa hilera de casas de madera con vistas al skyline de la ciudad, fue la última hora azul.
Los mejores planes son los que no se planean. De hecho, así nació este blog. Sin planes, sin pretensiones, sin saber si iba o no iba a continuarlo. Y aquel suave día de Julio, por Ward’s Island, fue también así. Un plan improvisado, entre chocolates, casas de madera y los destellos de una hora mágica sobre la bahía de Toronto que serán muy difíciles de olvidar.
Gracias pitufilla por tantas horas mágicas de compañía y paciencia. Sin ti no habrían sido igual. Por muchas más. Un beso enorme.