Uno de los momentos que siempre recodaré a lo largo de toda mi vida será la tarde-noche que viví con mi madre en el precioso pueblecito austríaco de Hallstatt en Invierno. Y es que sólo esas cosas que no planificamos, lo imprevisto o por sorpresa, es aquello que acaba por instalarse en tu memoria formando parte de ese carrusel de momentos memorables que todos tenemos almacenados a fuego tal y como ocurrió aquel día a los pies del lago Hallstätter y sus hermosos cisnes blancos entre copos de algodón.
La noche era fría. El mercurio rondaba los -3ºC de temperatura. Los dos días anteriores habíamos estado en Salzburgo y nuestro periplo por Austria tocaría su fin en la que presumiblemente sería la guinda del pastel: Hallstatt, el secreto más famoso de los austríacos, nos decían 😀 Según llegamos, un aire seco, de esos que te cortan los nudillos, nos recibió junto a una espectacular nevada que vestiría de gala al valle de Hallstatt, lugar donde nos quedaríamos las dos siguientes noches.
El sitio que escogimos como alojamiento en Hallstatt fue esta preciosa casita de madera propiedad de un matrimonio local. Apenas un saloncito-dormitorio, una pequeña cocina, un baño y… lo mejor: a 7 minutos andando hasta el centro de Hallstatt y literalmente a 30 segundos del borde del lago Hallstätter desde donde se veían unas extraordinarias vistas al pueblo y todas las montañas de los alrededores del valle.
Tras hacer check-in, subir el equipaje a la casa y pegarnos una merecida ducha caliente, nos dimos una cena homenaje a lo “frutti di mare” 😀 Dado que no llevábamos nada para cocinar esa noche y los austríacos lo cierran todo a las 18:00h… no nos quedó más opción que pedir pizza para llevar en un restaurante italiano que había junto a la casa.
Copos, copazos y más copos de algodón cayeron durante toda la noche sin cesar hasta dejar todo completamente blanco.
El despertador sonó a eso de las 9:00 de la mañana. Teníamos tantas ganas de poner cara al pueblo que saltamos de la cama como un resorte. A prisa, fui hacia la ventana, descorrí las cortinas y la postal que encontré fue maravillosa.
¡Todo estaba blanco! Y eso que caía en esta ocasión, en lugar de copos, parecían plumas blancas. ¡Qué maravilla! Mi madre disfrutó como una niña.
Tras desayunar un cafelito, pillar unas galletas y abrigarnos bien, pusimos rumbo al centro del pueblo caminando entre casitas nevadas repletas de carámbanos helados que poco a poco nos llevaron hacia una senda junto al borde del lago Hallstätter que nos regaló estampas de paisajes helados tan bonitos como este que veis a continuación.
La mañana la pasamos recorriendo las estrechas calles del pueblo, salpicadas intermitentes y maravillosas postales que se colaban entre las casas del pueblo, cascadas heladas el suave olor a leña quemada.
Caminar por este pueblo era como hacerlo por un decorado de cine. En ocasiones no sabías si todo aquello era real o no.
Miraras donde miraras había una postal para ti esperándote. ¡Qué maravilla!
Pero sobre todo, qué buen gusto tienen los austríacos. Fijaos qué bonitas las fachadas de colores, los tejaditos llenos de nieve… ¡parecía de juguete! 🙂
Con el paso de las horas, una densa niebla acompañada de una nevada muy potente comenzó a inundar el valle.
Preciosos y espectaclares cisnes blancos comenzaron a nadar entre las negras del lago, misteriosos, elegantes…
Y ante semejante panorama y con más frio que “alicatando un iglú”, nos metimos en la cafetería del hotel Heritage, junto al lago, para calentarnos un poquito y cargar pilas.
La víctima de la tarde fue uno de los postres estrella de Austria: el Apple strudel, que para el que no lo sepa, es una bomba calórica a base de manzana asada, uvas, pasas, frambuesas, todo calentito y acompañado de una bola de helado de vainilla.
Más a gusto que un arbusto, entre risas, calentitos y entre cafés y chocolates calientes dejamos pasar las horas hasta que la noche cayó sobre Hallstatt lentamente.
La nieve cesó. Serían alrededor de las 20.00h. Por las calles del pueblo ya no había ni un alma. Y así, con el pueblo para nosotros, decidimos dar un último paseo sin turistas.
Pero, «Dios mio, ¿es esto real?». Mientras escribo estas líneas me doy cuenta del por qué del nombre de este blog. Ahora que veo las fotos lo pienso. ¿Era aquello real? ¿Tal vez mentira? Demasiado bonito para ser cierto.
Allí, rodeados de montañas nevadas, en un pueblo de postal como Hallstatt, las farolas tímidamente encendiéndose una a una, el campanario del pueblo tocando las campanas de las ocho y el lago en calma repleto de cisnes eran el escenario de un cuento de Breatix Potter en el que mi madre y yo, en ese momento, éramos los protagonistas.
Y de pronto… la guinda del pastel hizo aparición. De nuevo, al igual que por la mañana, suaves e inmensos copos de algodón, comenzaron a caer sobre nosotros.
Hacía tiempo que no veía a mi madre tan contenta: «¡Parece el maná!», exclamaba en mitad de la nevada. Menuda preciosidad.
De nuevo, las campanas del pueblo volvieron a sonar. Esta vez, para las 21:00h de la noche. El eco de estas retumbaría en las montañas, calles y tejados del pueblo. Mientras, los copos, juraría que bailaban, lenta y cuidadosamente, al ritmo de cada una de las campanadas. Os juro que a lo largo de tantos años de viaje he vivido momentos bonitos pero aquel instante, allí, con mi madre… fue directo a lo más hondo de mi alma como un recuerdo imborrable que me acompañará por siempre hasta el final de mis días. Qué bonito es viajar 🙂