Ascenso al Mulhacén, el techo de la península

Era la segunda vez que poníamos los pies en esta ruta y aunque dicen que a la tercera va la vencida, en esta ocasión, y junto a mi inseparable compañero de aventuras, Miguel Ángel, más 6 personitas que en esta ocasión nos acompañaron, logramos ascender el Mulhacén habiendo aprendido de nuestra primera fallida intentona de 2 años atrás, con unos cuantos kilos menos en nuestras mochilas, la ruta bien aprendida pero sobre todo con una buena aclimatación.

Ascenso duro en el que a cada paso notabas la falta de oxigeno a través cuestas muy pronunciadas, llenas de piedras sueltas y acompañadas del peso de nuestros macutos. La cara más virgen y abrupta de la serranía granadina a una altura privilegiada, rodeada de paisajes espectaculares pero con un acceso de nada más y nada menos 2000 metros de desnivel en 11’5 kilómetros con un alto en el camino, a 3000 metros de altura, donde pasaríamos la noche bajo un fuerte viento que acompañados de los -4ºC de temperatura que se alcanzaron esa noche convirtieron el ascenso al punto más alto de la península en toda una aventura.

La llegada a Trévelez como siempre un mareo. Subir la alpujarra en coche, y en concreto a Trévelez, es una auténtica tortura china que pone a prueba hasta aquel que jura y perjura que nunca se marea en coche, autobús o lo que le eches.

El sol y la temperatura bajaban poco a poco y aunque algo tarde, con el sol ya tras las montañas y apenas sin luz, llegamos a camping con lo mínimo contratado, 4 linternas y 4 tiendas por montar que en mitad de la oscuridad logramos poner en pie entre mucho alboroto, 3 cachorros de gatitos que por allí andaban haciendo de las suyas y al propio Miguel Ángel dando fogonazos con 2 pequeñas bombillitas leds que enganchadas a una batería de móvil alumbraban lo equivalente a un faro de coche.

Para la cena de esa noche cada uno pillo lo primero que pilló por casa y en mi caso, me encargue de ponerme las pilas para el fin de semana entero con unos espaguetis con sardinas en tomate que, junto a la tortilla de patatas que trajo mi amiga Lydia, tal como diría Bear Grylls, lograron aportarme los nutrientes y energías necesarias para 2 semanas.

La noche estuvo protagonizada por un señor al que bautizamos con “Roncatorman” gracias a sus profundos, penetrantes e intermitentes ronquidos que convirtieron por momentos la paz del aquel camping en la cueva de Alibaba con los 40 ladrones con una profunda sinusitis.

Entre “Roncator”  y los gatillos, que hicieron de las suyas posiblemente locos ante el olor de mis sardinas, la noche como digo, estuvo algo movidita, pero lo importante ya lo estábamos haciendo: aclimatar. Trevélez está a 1650 metros sobre el nivel del mar y una noche a esa altura permitiría que nos adaptáramos lo suficiente como para que al día siguiente no sintiéramos el esfuerzo al que nos someteríamos.

A eso de las 9 de la mañana, todos en planta y con ganas de empezar el día nos dirigimos en coche al pueblo, Trévelez, lugar en el que dejaríamos los coches hasta nuestro regreso y donde, antes de empezar a caminar, decidimos pegarnos un homenaje comiendo una tostada, con vistas a la Alpujarra y uno de los mejores jamones de España.

Fue lo que se denomina “El desayuno de los campeones”. Hay que ver cómo me puso las pilas ese jamón y sobre todo, mi siempre imprescindible, Colacao calentito.

El dueño del bar “intentó” desmoralizar un poco al personal quitándonos la idea de dormir allá arriba. Según él, esa noche se alcanzarían varios grados bajo cero en Siete Lagunas, cosa que ya imaginamos después de la noche en el camping, pero las ganas de aventura del personal y sus 2 sherpas locos, Miguel Ángel y yo, fueron más fuertes que los consejos de un lugareño que sin desmerecerlos, por su aspecto, de unos 90 kilos para arriba, no pintaba que hubiera subido muchas veces al “Suspiro del moro”, tal como llaman algunos al Mulhacén.

Después de cargar las baterías y de que Juan Antonio llenara su bota con un poco de vino que más adelante nos vendría de perlas, empezamos nuestra andadura atravesando Trévelez, el pueblo más alto de España.

Pequeñito, auténtico y lleno de estrechas cuestecitas que a todos nos gustaron mucho.

Pronto salimos del pueblo pero antes, un alto en el camino obligatorio para la foto de rigor frente al cartel en el que se indica la duración a Siete Lagunas y el pico Mulhacén. La puerta de entrada a una aventura que aún estaba por comenzar.

Aproximadamente 9 horas de travesía a través de pinares, nubes, rocas y cuestas, muchas cuestas con las que empezamos la ruta y que empezaron a avisarnos de que la ruta Trevélez-Siete Lagunas-Mulhacén no iba a ser un paseíto por el parque.

Varios personajillos del camino parecían saludarnos al principio de la ruta

Sobre todo la insistencia de la vaca Paca que como habréis visto en el video no paraba de llamarnos.

Y qué decir de los caramelos gratis del camino.

Pero sobre todo sus paisajes.

Los colores del Otoño parecían resistirse y el campo tenía unas tonalidades espectaculares para la época.

Pero poesía al margen… la realidad era innegable. El entorno podía ayudarte psicológicamente a avanzar, te sentías a tope, pero, las subidas estaban ahí y no hay paisaje que te ayude físicamente cuando de subir se trata excepto una cuesta.

A medida que subíamos las nubes empezaron a hacernos la puñeta. Tan pronto cubrían el paisaje hasta el punto en el que el camino se convertía en una niebla espesa, como que de repente, se esfumaban con el consiguiente ascenso de las temperaturas.

Un sube y baja del termómetro que nos traía locos, chaleco arriba, chaleco abajo.

Es importante un buen abrigo que traspire y a la vez abrigue. Durante prácticamente toda la ruta estuvimos quitando y poniendo chaquetones. Mantener una temperatura constante, no sudar en exceso y no enfriarse ni acalorarse es fundamental. No importa las veces que te pares para abrigarte o desabrigarte, la clave es no mantener la temperatura.

Poco a poco empezamos a notar la altura.

Cada vez nos costaba un poquito más respirar y poquito a poco empezamos a dejar atrás el valle por el que habíamos subido así como las nubes.

Después del pateo entre piedras, pinares, más piedras, de nuevo pinos y finalmente… si, más piedras, decidimos comer entre las ruinas de un antiguo refugio que nos protegería del viento helado, momento en el que Miguel Ángel decidió amenizarnos el almuerzo con su repertorio de Machín.

La altura poco a poco fue afectándonos hasta el punto de llevarnos a momentos de euforia. Véase mi saltito de altura.

Con el gaznate lleno y la punta del Mulhacén ya a la vista, continuamos el camino por el valle del rio “culo perro”.

Esta zona es una de mis favoritas durante la ruta al Mulhacén.

A medida que caminas percibes la altura a la que te encuentras y las montañas te devoran por los lados con un horizonte que se rompe con un muro de piedra que dará paso a Siete Lagunas, nuestro alojamiento para esa noche.

Fue gracioso llegar a ese punto y escuchar, “bueno, ya hemos llegado no?”. El grupo creía que atravesar ese último repecho por la catarata de las chorreras negras era una broma, pero su gozo en un pozo. Subir la chorrera sería “lo último” antes de llegar a Siete Lagunas, ¡no quedaba otra alternativa!

Una inmensa montaña de piedras sueltas sería el delicioso sendero por el que subiríamos.

Mirar atrás, dada la inclinación en la que nos encontrábamos, os aseguro que no era muy buena idea.

Más contentos que unas pascuas por haber llegado a “nuestro alojamiento”, entramos en las lagunas con el mayor de los vendavales.

La planicie que frente a nosotros teníamos, presidida por las lagunas que dan nombre a este lugar y sin apenas relieves sobre los que cobijarnos del viento, serían nuestro “hotelito” esa noche.

Como pudimos, bajo el frío y el viento, montamos las tiendas y lo que en un principio parecían ser tiendas Decathlon acabaron por ser un intento de jaima en ruinas.

Aquella noche cené un bocadillo de jamón y queso. Gracias a la esterilla y a que dormí prácticamente desnudo, el saco de dormir hizo su función extra y aguanté los -4ºC de esa noche bastante bien.

Esta práctica aunque parezca contradictoria es de lo más habitual. Si en algún momento necesitáis abrigaros fuertemente dentro de un saco de dormir, probad a meteros prácticamente desnudos y veréis que diferencia.

La tienda daba unos bandazos impresionantes y en ocasiones, si no fuera por la cantidad de piedras que pusimos alrededor de esta y que habíamos utilizado todas las puntillas de la tienda para asentar la tienda, pensé que salíamos volando.

Aún así, aunque pueda parecer horrible, os aseguro que la experiencia merece la pena. El truco está en mirar hacia arriba, acurrucarte en el saco, no salirte de la esterilla y disfrutar de los bandazos de Eolo sin importar su fuerza, aunque en ocasiones, acongoje un poco. Sin agobios.

Afortunadamente hasta 7 lagunas pocas vacas llegan y las meaditas nocturnas no fueron peligrosas. Las visitas al señor roca (en este caso, nunca mejor dicho) se desarrollaron con total normalidad al margen del ineludible helamiento de culete que dadas las circunstancias era inevitable.

Aún no había amanecido e incluso antes de que los primeros pajarillos comenzasen a canturrear, Miguel Ángel, como si de un bandido se tratara, comenzó tienda por tienda a avisarnos del amanecer con unos suaves zambombazos en las paredes de las tiendas que nos permitieron levantarnos para ver un auténtico y obligatorio espectáculo de la naturaleza si te encuentras en un lugar así.

Ver salir el sol tras un manto de nubes con el mar al fondo desde 3000 metros de altura os aseguro que no tiene precio.

¿Qué os parece esta mezcla de agua, nubes, sol y montaña? Es algo ÚNICO.

A medida que salía el sol la temperatura aumentaba poco a poco.

Por fin con luz, sin linternas y más espabilados, pudimos ver el desastre de tiendas, o jaimas cochambrosas, en las que habíamos dormido a causa del vendaval.

Algo más calentitos y tras un breve desayuno a base de galletas de chocolate y algún zumito que aún me quedaba, empezamos el tramo final al Mulhacén por la famosa “Cuesta del Resuello”.

Para el que no lo sepa, según la R.A.E, “resuello” es igual a “Aliento o respiración, especialmente la violenta”.

La subida la hicimos con 200 millones de microparaditas. Era imposible hacerla de una vez. Lo que parecía que iba a ser coser y cantar, se convirtió en un reto entre montañas y paisajes impresionantes a más de 3200 metros de altitud.

Tras una larga e intensa subida mientras divisábamos los picos del Veleta, la Alcazaba y nuestras tiendas como hormiguitas sobre Siete Lagunas, por fin, llegamos al Mulhacén.

Una espinita que Miguel Ángel y yo teníamos clavada desde la primera vez que por falta de tiempo nos quedamos sin hacer pero que esta vez “Si”. Esta vez estábamos ahí, en lo más alto, con un paisaje espectacular que se convierte en premio para los caminantes.

Lamentablemente no esperes llegar a la cima y encontrarte solo. Eso habría sido un milagro. La ruta al Mulhacén no se limita a la que nosotros hicimos desde Trevélez. Hay multitud de rutas mucho más cortas y asequibles que perfectamente puedes hacer desde en un día y prácticamente sin peso pero si no por esa te animas a subir y eres más del sillonball, en la sierra se organizan tours de turistas a los que suben en autobús por la otra cara de la montaña dejándolos a unos kilómetros de la cima.

En mi opinión, no hay mejor autobús en el mundo que tus propias piernas y pulmones.

Subir al hito de los 3.478,6 metros del Mulhacén, mirar a tu alrededor y poder decir: “hasta aquí he subido yo con mis patitas” no tiene precio.

El barranco que tras el Mulhacén hay es impresionante. Las vistas una pasada. Me encanta llegar a un punto como este y adivinar lo que veo como si de una maqueta se tratara.

El tiempo poco a poco se nos echaba encima y la hora de bajar también. En ese momento, Miguel Ángel y yo nos miramos y dijimos: “ahora o nunca”.

¿Conocéis a alguien que haya volado una cometa de tracción a más de 3400 metros? La idea era batir nuestro particular Record Guiness No Oficial en aquel lugar.

Llamadnos frikis, pirados y lo que queráis pero las risas que yo me eché ante semejante situación no tuvieron precio ante los rostros perplejos de los que por allí pasaban.

La bajada fue rápida y afortunadamente sin Sol. Prácticamente todo el descenso lo hicimos acompañados de las nubes que nos fueron siguiendo durante gran parte del camino como si de sombrillas gigantes se trataran.

Algunos tramos de la ruta parecían sacadas de una película de suspense. Fue chulísimo caminar entre esas masas de nubes.

El tramo final se me hizo interminable. No veía el momento de beber agua sin tener que dosificarla y sobre todo, de sentarme en una silla y tomar algo calentito.

Una vez abajo, como si de un cónclave se tratara, hubo fumata blanca en cuanto a la idea de tomar un caldito caliente en el pueblo. Creo que ha sido de las ideas más acertadas que he oído jamás. Esa sopa de picadillo con taquitos de jamón no la olvidaré fácilmente.

La montaña es eso. Pasas penurias y momentos duros en los que piensas que quién te ha mandado meterte en semejante embolado. Hay muchos que le intentar buscar el sentido al andar por andar y llegar un punto alto pero vivir experiencias como las vividas, pensar donde estás y sentirte pequeño ante el escenario que te rodea durmiendo a más de 3000 metros bajo el único sonido del viento junto a tus amigos y un manto de estrellas absolutamente espectacular… tal como dice mi buen Miguel Ángel, a uno le hacen sentir vivo.